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Por qué es importante el límite de 2 ºC contra el cambio climático

Este es el límite de seguridad marcado en cambio climático: no aumentar más de dos grados la temperatura media global del planeta. Ahora bien, ¿de dónde sale este tope?

Texto: Laura Rodríguez | Londres


Esta es una versión reducida del reportaje publicado en el Nº3 de la revista BallenaBlanca. Para leerlo completo, compra tu ejemplar aquí.


 

Hace más de cien años, cuando Svante Arrhenius se atrevió a sugerir un posible calentamiento de la Tierra por el aumento de CO2 que conllevaba la quema de combustibles fósiles por las actividades humanas, la idea de un mundo más cálido no parecía tan terrible. Especialmente, desde las heladas calles de su Suecia natal. Un clima un poco más templado, pensaba, podría estimular el crecimiento de las plantas y, como consecuencia, mejorar la productividad de alimentos. Hasta un entusiasmado colega alemán suyo, Walter Nernst, llegó a proponer que se quemaran todos los filones de carbón inservibles para acelerar este fin. Hoy en día, el panorama sobre el calentamiento de nuestro planeta resulta menos optimista.

Al contrario que entonces, ya sabemos que los océanos no podrán absorber todo el exceso de gases que lancemos a la atmósfera, que las plantas están llegando a su límite de captura y que el incremento de la temperatura generará una espiral ascendente en la que los océanos y ciénagas producirán más gases de efecto invernadero, que a su vez aumentarán las temperaturas y de nuevo generarán más gases, y así hasta llegar a una situación incontrolable y desconocida para el ser humano.

La evidencia empieza a ser tan alarmante que en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático de Cancún en 2010, todos los países por fin aceptaron un límite máximo para la temperatura media global. Apoyada por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC en sus siglas inglesas), las organizaciones ecologistas y múltiples economistas, el consenso estableció que si la temperatura global del planeta supera en más de 2 °C la temperatura de la era preindustrial, es más que probable que veamos consecuencias catastróficas. Quizá queden unos siglos para encontrar bosques tropicales cerca de los polos o para que los glaciares se derritan por completo y el nivel del mar se eleve cientos de metros, pero la pérdida de ecosistemas, la reducción de recursos hídricos o la desaparición de bosques son efectos que ya podemos observar.

«En realidad, 2 °C no es un límite mágico«, asegura Samuel Randalls, investigador de la University College de Londres. «Se trata de un objetivo que integra la evidencia científica, los intereses económicos y las necesidades de los que establecen las políticas climáticas». De hecho, la mayoría de los países en vías de desarrollo, más afectados de momento por el cambio climático, defienden un límite más estricto de 1,5 °C y científicos como James Hansen aseguran que el verdadero límite de peligro se acerca más a 1 °C.
Hasta cierto punto, todos ellos tienen razón. En las predicciones de futuro, siempre hay una parte de incertidumbre y la idea de calcular cuánto subirá la temperatura ha supuesto un reto para los investigadores. Desde el comienzo, se han sucedido los intentos para medir la sensibilidad climática, es decir, cómo responde la temperatura del sistema climático a los cambios en el balance de radiación, y en concreto, a la duplicación de la concentración de CO2 en la atmósfera. Durante el siglo XIX y hasta los años cincuenta, se trató sobre todo de una cuestión a la que los científicos dedicaban su tiempo libre.

Samuel Randalls: «2 °C es un objetivo simbólico. No significa que por debajo de este límite no haya impactos ni que se vuelvan mucho peores a partir de 2,1 grados. Es el nivel de riesgo que hemos acordado como aceptable»

Los primeros avances en el descubrimiento de la relación entre la concentración de CO2 y la temperatura global lo hicieron hombres dedicados a otras disciplinas científicas como John Tyndall, Svante Arrhenius o Guy Steward Callendar, todos ellos curiosos incorregibles que combinaban sus trabajos serios con su interés por desentrañar el misterio de las glaciaciones. Tanto Arrhenius como Callendar estimaron que una duplicación del CO2 atmosférico supondría al menos un aumento de dos grados en la temperatura global del planeta. Pero, aunque abrieron un debate, nadie les tomó muy en serio: no fue hasta mucho más tarde cuando se constató que la Tierra no poseía un mecanismo de equilibrio climático que evitara un cambio radical de las temperaturas.

La Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, con su aumento en la investigación militar, progresaron con importantes hallazgos, y el descubrimiento del isótopo carbono 14 en los años cuarenta constituyó un nuevo instrumento para las mediciones. El carbón de las minas y el petróleo son tan antiguos que no poseen este isótopo radiactivo, por lo que el incremento del carbono simple registrado solo podía deberse al crecimiento en las emisiones de carbonos fósiles. La influencia humana era cada vez más evidente. En 1967, especialistas en informática de la Universidad de Princeton produjeron un modelo en el que simulaban a grandes rasgos el clima actual, con sus desiertos y glaciares, y por curiosidad doblaron la cantidad de CO2 en su atmósfera imaginaria. La temperatura global de su planeta ascendió un par de grados Celsius.

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Durante las siguientes décadas, el problema del aumento de los gases de efecto invernadero llegó a los gobiernos y la prensa se hizo eco con noticias que reflejaban las incertidumbres que todavía se discutían en los círculos científicos. Pero para el siglo XXI, los modelos informáticos cada vez más rigurosos seguían corroborando el aumento de la temperatura. Los paleontólogos y geoquímicos habían descubierto, además, que las especies de plantas con pocos cambios desde la era de los dinosaurios (como, por ejemplo, la magnolia) variaban la estructura de sus hojas con mayores concentraciones de CO2. Tras análisis químicos de rocas y suelos confirmaron que el nivel de gases y la temperatura de la Tierra estaban relacionados, y determinaron que la sensibilidad climática durante cientos de millones de años ha supuesto que una duplicación de la concentración de los niveles de CO2 equivalga a un aumento de la temperatura de 3 °C, con una variación de uno o dos grados.

Samuel Randalls asiente tras la ventana gris de su despacho: «2 °C es un objetivo simbólico. No significa que por debajo de este límite no haya impactos climáticos ni que se vuelvan mucho peores a partir de 2,1 grados. Es el nivel de riesgo que hemos acordado como aceptable». De hecho, hoy en día, se ha constituido como el límite máximo en los informes del IPCC y la cifra que todos los países han reconocido.

Sin embargo, no todos parecían convencidos al empezar. Los países en desarrollo se opusieron a un límite de peligro que les parecía excesivo. Pero, además, Estados Unidos consiguió que en la cumbre del G8 del año 2008 desapareciera cualquier referencia específica a este tope. Una oposición que conectaba con su negativa a firmar el Protocolo de Kioto o, más atrás, con su propósito de moderar las peticiones del Grupo Asesor sobre gases de efecto invernadero, un grupo de asesores científicos apoyado por Naciones Unidas y la Organización Meteorológica Mundial (OMM) que se creó en 1985 sin la participación de ningún gobierno.

Curiosamente, fue en parte gracias a su hostilidad hacia este grupo que la Administración de Reagan apoyó la creación del IPCC. Según una carta del ayudante del entonces subsecretario de Estado al científico Michael Oppenheimer, «el Gobierno de Estados Unidos vio en la creación del IPCC una manera de prevenir el activismo de Grupo Asesor y controlar la agenda política». Hasta los años setenta u ochenta, la idea que defendían la mayoría de los científicos y las organizaciones ecologistas era más directa: «Si los gases de efecto invernadero son nocivos, reduzcámoslos todo lo que podamos y lo antes posible», continúa explicando Randalls. «Pero una opción así no es viable en el ámbito político, ni en el económico, pues los modelos de análisis se basan en los costes y beneficios de reducir las emisiones de gases». El énfasis en recortar emisiones se sustituyó por un cálculo de los riesgos que estábamos dispuestos a asumir y los que no se podían tolerar. Y 2 °C se consolidó como una medida por encima de la cual muchos peligros se disparaban.

El problema ahora es que resulta más que probable que la temperatura de la Tierra aumente más de 2 °C en las próximas décadas. Ya en el año 2009, en una encuesta que hizo el periódico británico The Guardian a expertos en cambio climático tras la Conferencia Mundial de Copenhague, nueve de cada diez encuestados aseguró que no creía que los esfuerzos políticos bastaran para cumplir el objetivo. El 60% creía que era factible pero los pocos que afirmaban que íbamos por buen camino confesaban que se debía más a una cuestión de esperanza. «Como madre con niños pequeños», dijo una de ellos, «he elegido creer que todavía podemos lograrlo».

Seis años más tarde, a Gerardo Benito, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor en el último informe del IPCC, le resulta difícil permitirse esa ilusión: «Según los escenarios del Panel Intergubernamental, para conseguir que la temperatura no supere los 2 °C la concentración de gases de efecto invernadero no debería rebasar las 420 partes por millón (ppm). En la primavera de 2014, hemos superado las 400 ppm y probablemente, antes del año 2020 lleguemos hasta las 450 ppm. Casi seguro que nos pasamos».

El nivel de concentración de gases de efecto invernadero, además, no es algo que podamos reducir deteniendo más adelante todas las emisiones de golpe. Una vez en la atmósfera, pueden permanecer más de mil años. Por lo que se trata de actuar lo antes posible. «La mayor parte de las emisiones proviene actualmente de la generación de energía», explica Benito, «por lo que mejorando la eficiencia se podría reducir una gran cantidad». La crisis ha ayudado algo a reducir emisiones, pero también ha perjudicado mucho. «Es una paradoja que un país como Alemania, que parecía tener un grado de compromiso importante, sea ahora de los que emiten más CO2 por la quema de carbón en centrales térmicas».

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